Nunca le des un "no" a la madre de Tomás
Sustituciones de verano en una pequeña caja de ahorros
Durante dos veranos de mi juventud trabajé en una Caja de Ahorros, como sustituto de verano. Se trataba de una entidad muy chiquitita, pero con muchas oficinas distribuidas en mi ciudad y en los alrededores. En mis tiempos de estudiante era fácil encontrar un trabajo de este tipo.
El primer año lo pasé en grande. El trabajo requería dar vueltas como una noria, de un lugar para otro, pero yo tuve suerte y me quedé fijo en una oficina. Era grande, dónde trabajaban varios empleados, que yo iba reemplazando a medida que cogían vacaciones. Me gustaba el lugar, la gente. Y, además, me daban caña. Empezabas a las ocho y, no sabías como, ya estabas terminando la jornada.
El segundo año quise repetir. Pero los lumbreras de recursos humanos quisieron innovar. A mí me mandaron a dar vueltas. Durante los cuatro meses de trabajo veraniego estaría cambiando continuamente. Fue horrible. Pero, la oficina dónde pasé mis primeras tres semanas de verano fueron las peores. Aunque, a primera vista, parecía un lugar fantástico.
Lo cuento a continuación, en otra historia de pacotilla.
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De oficina en oficina
Cuando te cambian constantemente de oficina en un banco (o caja de ahorros), es fácil encontrarte con sorpresas. Sea porqué el director es un poco especial o hay clientes conflictivos. Puede que tengas alguna referencia del nuevo lugar. Pero, si no es así, debes adaptarte rápidamente y trabajar lo mejor que puedas, bajo cualquier circunstancia.
En mi segundo año de sustituciones, no tenía ninguna idea de como era mi destino inicial. Solo sabía la dirección y había visto el edificio por fuera. Nunca había entrado dentro.
En comparación con otros establecimientos, era una oficina bastante nueva. Ya no tenía aquellas mamparas que separaban a los empleados de los clientes. Esto le daba un ambiente un poco más distendido. Al menos, te da la sensación de que no entrará nadie a atracarte y, además, la gente entra y sale cuando quiere. Así, no debes de estar pendiente del timbre de la entrada.
En esta oficina trabajaban cuatro empleados. Dos cajeros, una interventora y un director.
La chica con quién debía compartir mostrador, empezó tratándome como un niño. Desde el primer día. Aunque fuera mayor que ella y, además, contara con algo más de experiencia. Pero, a ella la habían fichado para la plantilla fija y tenía los humos un poco subiditos.
No conocí al otro cajero, pues era a quién sustituía. Después estaba la interventora. Una mujer de alrededor cuarenta años, prevenida, atenta y con muchas manías. La más interesante era su protocolo para las firmas de aquellas personas mayores que no sabían escribir. Para ello, les debíamos tomar la huella dactilar. Como si estuviéramos en aduanas, o en el FBI…
Finalmente, estaba “el director”. Emilio para los amigos. “Un adicto al trabajo”, para todos aquellos que habían pasado por su oficina, y habían vivido jornadas maratonianas, porqué todo tenía que terminarse el mismo día. Esta no era su único rasgo distintivo. Por otro lado, no quería que nada le pasase por alto.
En esta oficina cometí un pequeño desliz. Algo que no habría importado a ningún otro director. Pero con él, pareció peor que haber robado al mismo banco.
La llamada de “la madre de Tomás”
Cada lugar tiene sus cosas, y la gente sus manías. Si no las sabes, es imposible adivinarlas. Por muy profesional que quieras ser.
Como trabajador de banca, yo contaba con unos cuatro meses de experiencia, pero había sido en un lugar distinto, con un gran volumen de trabajo. Allí no parábamos. La faena se sacaba rápidamente, de modo profesional, pero sin demasiados protocolos, ni ornamentos.
En cambio, en mi nuevo destino la operativa era distinta.
Un día de verano, había mucho movimiento y el ritmo de entradas y salidas de clientes era constante. En caja, esto se nota: Que si ahora debes entrar una nómina, pagar un cheque, dar cambio, hacer una transferencia… Además de hacerlo todo rápido, debes estar atento. Al fin y al cabo, estás trasteando con mucho dinero.
Así estaba en aquellos momentos: que si un cliente esperando, otro que tenía concertada una visita… cuando sonó el teléfono y me pidieron que lo atendiera.
La llamada era de un director de otro banco, de Lloret de Mar. Con prisas, me pedía si le daba permiso, para que una señora sacara su dinero. No tenía cuenta en aquella oficina. Tampoco en aquella entidad. Pero, por teléfono, me pedían permiso. Para darle 50 euros. Y me lo pedía a mi, el último mono de la oficina!
Di un vistazo rápido a mi alrededor: todo el mundo estaba super ocupado. Le dije que no, esto no se hace. Ni yo lo conocía a él, ni tampoco a la clienta. No sé le podía hacer nada. Por lo tanto, adiós muy buenas.
“Un momento, un momento”, exclamó, “que se pone la señora”. Vale, espero y se pone al aparato una voz de señora mayor que me dice “soy la madre de Tomás”. Y se hizo el silencio. ¿Tomás? ¿Qué Tomás? Allí solo estábamos el director, dos mujeres y yo. No había nadie más, así que “adiós muy buenas”. Y colgué.
Ni qué Tomás, ni historias…
Pasó media mañana volando. Pasó más gente, se cobraron cheques, se pagaron recibos... Entonces, mientras estaba atendiendo a un cliente, oí a la interventora coger el teléfono, con su habitual cara de graves circunstancias. Asintió en varias ocasiones y revisó algo en la pantalla de su ordenador. Me pareció oír como entonaba un mea culpa, como un “lo siento señora”, “no volverá suceder”, y se largó corriendo al despacho del director.
No tardaron a llegarme las malas noticias. Algo había hecho mal, lo presentí por un movimiento lento de unas figuras que se acercaban por mi espalda. Me sentí como en las películas de mafiosos, pensando que sería ejecutado. Me lo vi a venir y pensé “sea lo que sea, voy a pillar”.
Emilio, el director, se sentó en una silla adjunta a mi sitio. Me miró y preguntó: “¿Esta mañana te ha llamado una señora diciendo que quería sacar dinero?”. Yo asentí. Él hizo un silencio que se me hizo infinito, inspiró hondo y me dijo: “Siempre, siempre, siempre que recojas una llamada, pásala a un superior. Es muy importante. No es grave, pero con la madre de Tomás podría haber sido peor”.
Y así me quedé yo. Como si hubiera provocado la quiebra del banco. Además, sin saber demasiado el “por qué” de todo aquello. Y, por cierto, ¿Quién era Tomás?
Pasó el tiempo. Diría que más de un año, durante el cuál me ascendieron en la entidad, tras aquellos trabajillos de sustituciones. Teniendo en cuenta mi historial, nadie lo habría dicho! De hecho, terminé trabajando en un departamento central dónde tenía contacto con los jefazos. A menudo coincidía en el ascensor con el director general, con esto ya está todo dicho.
Estando en este trabajo, un día me acompañó en coche un colega, que por casualidad también tenía que llevar al director financiero. Un señor campechano, bastante divertido, recuerdo.
Estando comentando cosas de la familia, nos recordó que él cuidaba de su madre. Aunque, resultaba ser una señora bastante independiente. A menudo se iba de vacaciones a Lloret de Mar. Aunque era un poco olvidadiza. “Siempre se va a la playa sin monedero!”, exclamó. “Suerte que a la oficina ya la conocen, y ya le dan el dinero que pide”.
Mira que bien la señora, una usuaria privilegiada! No como el resto de clientes. Por cierto, el director financiero se llamaba Tomás.
Feliz jueves!