El viejo y el especulador de derivados financieros
Como una aventura especulativa se convierte en un desastre mayor
Aún estaba trabajando en el sector financiero, cuando mi padre quiso ampliar mi agenda de contactos. Un día, me dijo “tengo un amigo que quiere conocerte”. Y, a continuación, me pidió que fijáramos la fecha para reunirnos con él. Tratándose de quién era ese compinche, me podía esperar cualquier cosa.
El amigo, a quién me referiré como Ramón, era de aquellos señores que los tienes vistos durante toda tu vida. Los mismos que pasean por la calle y saludan a todo el mundo. Montaron un negocio hace años, y poco a poco han prosperado. Sea por “a” o por “b” - y también por bien o por mal -, son conocidos en una pequeña ciudad.
Tras la primera reunión que tuvimos, yo pasaría a ser de estos conocidos. Que por algo le saludaría. Y recordaría su pequeña aventura bursátil, que cuento a continuación.
Si has llegado hasta aquí es porqué te gustan las historias de pacotilla sobre bolsa. ¿Quieres recibir más aventuras como esta? Suscríbete a la newsletter!
1.000 euros al mes, la estrategia del año
Después de una larga semana, me acerqué con mi padre a la oficina de Ramón. Era una inmobiliaria y ocupaba un primer piso en el centro. Se trataba de un edificio histórico, que habían remodelado hacía mucho tiempo. El suelo era de parqué y la entrada alegre, algo moderna, que contrastaba con el gris tristón de las paredes del resto de despachos.
Tras saludar a la recepcionista, el amigo de mi padre apareció de golpe. Exclamó su nombre, nos presentamos rápidamente y nos hizo pasar a una habitación. Detrás de nosotros, nos acompañó un chico. Más bien de la misma edad que la mía. Con gafas y encorvado, vestido con un jersey azul apagado, acorde con el ambiente.
Tras un buen rato de recordar batallitas, que si el profesor tal, que si el amigo del otro, Ramón me soltó el comentario de turno: “Así que te dedicas a eso de la bolsa”. Asentí sin más aclaraciones y él retomó su discurso.
“Este chico” señalando al personaje triste “también hace inversiones, como las tuyas”. Me quedé en blanco. ¿A qué venía todo aquello? ¿Qué necesidad tenía una inmobiliaria de tener un “inversor”?
Ramón, continuó explicándome: “Mira hijo, tanto tu padre como yo estamos en edad de jubilarnos. Pero los bancos no nos dan nada! Si tu vas a la oficina, nos dan una mierda por nuestros ahorros. Yo tengo muchos clientes, que me dicen que están igual. Por esto, he buscado una manera de ganar más y jubilarme en paz”.
Ahora empezaba a comprender. Resultaba que Ramón había encontrado a este chico, al que llamaré Luis, que tenía una fórmula para ganar dinero.
Luís se dedicaba al análisis técnico y el trading de CFDs. Ramón era el hombre de confianza, que conseguía el capital, y el otro lo ponía “a trabajar”. Con todo ello, se sacaban una comisión. Puedo decir, sin temor a equivocarme que, de entre todos los chanchullos que he visto, en esta situación había más ignorancia que mala fe. Por esto, esta aventura me generó muchas dudas.
“Cada mes conseguimos repartir unos 1.000 euros de beneficios para cada inversor”, me dijo Luís. “No hay ningún riesgo, todo está garantizado!”, exclamó Ramón con su optimismo desatado.
1.000 euros! Cada mes! Cualquiera lo consigue!
Ramón me convenció para que fuera otro día, así me enseñarían sus sistemas. No me pidió nada más. Pero le gustaría una segunda opinión. Yo me reservé mis pensamientos, pero cuando salimos con mi padre, lo primero que le dije fue: “esto pinta mal”.
Para pensárselo más de una vez
Dos semanas más tarde, pude organizarme para ir otra vez a la inmobiliaria. Esta vez fui solo y temprano. Cuando llegué, la secretaria de Ramón me hizo pasar directamente a su despacho. Allí estaba él, con la cara hecha un cuadro, nada parecida a la última vez que lo vi.
Sin saber como reaccionar, le pregunté por Luis. “Ay Joan!”, me respondió. “Ay, qué semana más mala. A Luis le he dicho que se marchara. Está ofuscado, lleva varios días que nada le sale bien”.
No habían pasado ni dos semanas. Dos semanas, desde que me habían asegurado que pagaban mil euros al mes. Qué no había ningún tipo de riesgo. Y, es llegar yo, que deben tomarse un descanso. “Mira”, continuó Ramón, “esta semana, tuvo un descuido en una operación y me dijo que había perdido 1.000 euros”.
En este momento empecé a hacer números. No solo debían recuperar este dinero, sino que también habían de ganar los rendimientos que prometían cada mes.
Pero Ramón siguió: “Después parecía que lo recuperaba todo, pero volvió a perder 3.000 euros más”. En estos momentos, Luis estaba con una soga en el cuello. Le obligaban a recuperar las pérdidas por un lado y los rendimientos garantizados por el otro.
Me lo imaginaba en su silla, más encorvado que la primera vez que lo vi. Sudando como un pollo, frente aquellas malditas gráficas que no aportan nada bueno.
“Ha seguido perdiendo y, al final, le he dicho que se fuera a casa. Que piense en lo que ha hecho” ¿Pensarse? ¿Pensarse el qué? Si especulas, a veces se pierde, a veces se gana. Si tenía que reflexionar sobre algo, lo debía haber hecho antes de empezar, no después.
Ramón no estaba para historias. Ni para que yo le dijera: “Ya te lo dije”. En absoluto. Recogió su sombrero, el abrigo, y me pidió que le acompañara hasta su casa (resultaba que vivíamos muy cerca el uno del otro). Ya no me habló más ni de bancos, ni los grandes rendimientos de su inversión.
Solo espetó: “Ha perdido más de 10.000 euros. En una semana! 10.000 euros es mucho dinero!”. Yo asentí. Claro que lo sabía que eran mucho dinero. Y qué suerte la mía, que no tenía que recuperarlos!