Traumatizado por el código de vestimenta
Ahora traje, ahora sin corbata... Cuando en el trabajo importa lo que llevas
Eran las diez de la mañana y llegaba con tiempo a una reunión. Me paré en un bar, unos metros antes del punto de encuentro y pedí un café. Mientras sacaba algunos papeles que quería revisar, el teléfono me avisó que tenía un mensaje. Se trataba de mi jefe y me avisaba:
“Si puedes, no vengas con corbata”.
Era la primera vez que me pedían tal cosa. Había tenido más de una batalla con lo que llaman dress code. En algunos lugares de trabajo era obligatorio vestir con traje. En otros traje si, corbata no. Y, en otros, estaba el casual day, que cada viernes podías relajarte. Pero nunca me habían pedido que vistiera informal, adrede.
Esta vez todo fue distinto. En la reunión, nuestro interlocutor - un chico más joven que yo - se presentó en pantalones cortos y una camisa de lo más veraniega posible. Mientras yo sufría en mis carnes el calor horroroso de un verano en Barcelona, bajo un manto de camisa y americana.
Y aquél vestía de lo más fresco!
Creo que esta fue la cumbre de la suma de tonterías, que he vivido en relación a la forma de vestir en el trabajo. Ya venía de una historia muy larga y anécdotas variadas. Pero esta fue, quizás, la última que colmó el vaso.
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¿Vuestro becario no lleva corbata?
Suena el teléfono y alguien coge la llamada. Responde un empleado y avisa al director de la oficina. Parece ser que llama un pez gordo de la central. El director contesta al aparato, y desde el otro lado del hilo le preguntan:
“¿Vuestro becario no lleva corbata?”
Ya os he contado que trabajé en una caja de ahorros; ejercí aquél perdido arte de atender a los jubilados detrás del mostrador. Con todo el cariño del mundo, les escuchaba un rato mientras les daba la pensión a finales de mes. Algo que actualmente no se estila en el negocio bancario.
En un día de aquellos, me enviaron a una de las oficinas centrales. Debía recoger unos papeles que había firmado un notario cerca de la zona. Y así lo hice.
A primera mañana, pasé por aquella oficina, con mi cara de sueño y mi camisa de color salmón. No era la elegancia personificada, pero tampoco era un escombro. Iba casual. Un estilo que no convenció al jefazo que me atendió. Pues me miró de arriba a bajo, poco convencido, antes de darme los papeles que fui a buscar.
Poco trabajo debería tener aquél hombre, pues tardó menos de veinte minutos en llamar al director de mi oficina. Aún no había llegado a mi sitio - tras un buen viajecito en coche - que ya le estaba pidiendo explicaciones por teléfono. Tras un intercambio de palabras, rojo, con un posado de vergüenza, mi director vino y me preguntó: “¿En las clases preparatorias, os dijeron algo del vestir?”
No. Pues claro que no. En las clases nos enseñaron a trabajar, a usar el terminal, a cambiar efectivo, cobrar cheques y divisa. ¿Quién necesita una clase, para que le enseñen a vestirse?
Él, que era realmente de quién dependía mi sueldo, me dijo que no pasaba nada. No le preocupaban tanto esas chorradas, como al personaje que le había llamado. Y aquí terminó nuestra conversación.
Días más tarde busqué referencias del tal chivato. ¿Quién era ese personaje preocupado por mi atuendo? Y, lo más importante, ¿me debía importar?
Pues resultó ser un directivo de poca monta, pero que tenia algunas vergüenzas que tapar. Me enteré que tenía una correduría de seguros por cuenta propia. A pesar que en el banco también vendía estos productos. Pero él se lucraba haciendo algunos trabajos por la tarde, y con los clientes de la misma entidad…
Mira por dónde. Menudo conflicto de intereses. Y él preocupándose por mi corbata!
El desastroso estreno de un traje
Desde entonces aprendí un poco. A partir de entonces, si tenía que vestir formal, lo hacía bien. O, al menos, mucho mejor. Pero en una ocasión pasé por una experiencia dramática: Compré un traje nuevo y me lancé a la aventura.
En la tienda, la chica que me había tomado las medidas lo hizo demasiado rápido. Por otro lado, yo también fui un poco optimista y quise cogerme la talla más ajustada, pensando que en cuestión de una semana adelgazaría. De cualquier forma, ese traje me lo llevé a un encuentro que se realizaba a la bolsa de Madrid.
El evento consistía en una jornada maratoniana, que empezaba a las ocho de la mañana y no terminaba hasta las seis de la tarde. Durante ese período no tendría ni un minuto de descanso. No abundaban los tiempos muertos. Y, cualquier parón, o pequeña pausa, se convertía fácilmente en una nueva reunión para charlar con alguien.
Sonó el despertador del gran día y me vestí. Fue cuando me di cuenta del enorme desastre. El traje me iba pequeño!
La diferencia de dimensiones entre mi cuerpo y aquella pieza de ropa no era descomunal, pero lo suficiente para que me apretase. En especial los pantalones. Sería insostenible mantenerlos cerrados durante toda una jornada de idas y venidas por el Palacio de la Bolsa.
No sé qué podía haber pasado entre el día de la compra - que si, lo admito, todo aquello ya me iba un poco justito - y la fecha señalada.
Sin perder los nervios, fui directo a la bolsa, dónde me esperaba una reunión a las nueva de la mañana. Durante una hora entera tuve retortijones! Fue de aquellas situaciones emblemáticas, para acordarte toda la vida.
Qué panorama! Aquellos directivos hablando de EBITDAs, crecimiento, expansiones… Y yo solo pensando en mis intestinos.
Intenté mantener el tipo. Lo hice, aunque me estuve moviendo todo el rato. Que si ahora subía una pierna, ahora la otra. Aguanté al máximo, pero a la que nos dimos la mano, más el reparto de tarjetas tradicional, me fui corriendo al lavabo. Era imperativo que todo en mi organismo circulara de nuevo. Aunque solo fuera durante cinco minutos.
Esta escena se repitió todo el día. Reunión, tras reunión, me escabullía al lavabo.
“Que tipo más raro”, debían pensar. Por otro lado, creo que mi jefe se percató que tenía uno de estos “días extraños”. Que me marchase cada dos por tres era una señal de que algo no funcionaba. Quizás pensó que había comido un cocido en mal estado. O yo qué sé…
Moraleja: Antes de estrenar un traje, primero hay que practicar un poco con él en casa.